En La mala hora, Gabriel García Márquez construye un inolvidable apólogo sobre la violencia colectiva.
Al pueblo ha llegado «la mala hora» de los campesinos, la hora de la desgracia. La comarca ha sido «pacificada» después de tanta guerra civil. Han ganado los conservadores, que se dedican a perseguir cruel y pertinazmente a sus adversarios liberales. Al alba de una mañana, mientras el padre Ángel se dispone a celebrar la misa, suena un disparo en el pueblo. Un comerciante de ganado, advertido de la infidelidad de su mujer por un pasquín pegado a la puerta de su casa, acaba de matar al presunto amante de ésta. Es uno más de los pasquines anónimos clavados en las puertas de las casas, que no son panfletos políticos, sino simples denuncias sobre la vida privada de los ciudadanos. Pero no revelan nada que no se supieran de antemano: son los viejos rumores que ahora se han hecho públicos, y a partir de ellos estalla la violencia subyacente a la luz tórrida, espesa, cansada y pegajosa, en una serie de escenas encadenadas de inolvidable belleza.
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